viernes, 15 de enero de 2010

Haití y el amor


Visité Puerto Príncipe hace ya unos cinco años. Con el alma azorada recorrí algunas de sus calles, algunos de sus barrios, su mercado de Hierro.

No puedo decir que conocí la ciudad, porque mentiría, pero lo que pude ver me impactó por muchas razones.

Sus calles, todas, me parecieron un gran mercado, en el que todo el mundo vendía algo y me preguntaba, ¿pero quién compra?

Sus amables conductores ¡¡¡¡respetaban al peatón!!!! primer choque, ya que en Santo Domingo, eso ni pensarlo.

A pesar del barullo, del gentío y la confusión, no vi ningún intento de cateriar a ninguno de los españoles que integraban el grupo, ni a los dominicanos, ni al ecuatoriano.

Las colinas que bordean la ciudad, sembradas de miseria, arrabal y música kompa, tan alegre como el merengue, aunque más sensual.

Su blanquísimo Palacio Presidencial, del que hoy sólo quedan ruinas, equiparado a las casuchas de los barrios.

El olor a comida y especias se mezclaba con el de frutos podridos tirados y almacenados en las calles de cualquier manera y los y las haitianas que sonrientes saludaban a los desconocidos.

Una repentina celebración por el triunfo de Brasil en uno de los encuentros del Mundial de Fútbol, que lanzó a las calles a un tropel de alegres y jubilosos hinchas del equipo de bandera verde y amarilla.

Recuerdo que no había edificios altos, tres plantas como mucho y eran muy pocos.

Hoy todo Puerto Príncipe es una llanura de escombros, polvo y piedras.

El amor, entiéndase la solidaridad, ha despertado en todo el mundo. Algunas muestras más sinceras que otras, pero así ha sido.

Desde el martes 12 de enero de 2010, se me ocurre que en adelante será Haití 7.0.

Y esta nación de hombres y mujeres fuertes, que han sobrevivido a siglos de abandono, por el atrevimiento de ser negros, esclavos y por demás pobres y haberse rebelado contra los blancos, ricos y por demás poderosos, sobrevivirá, renacerá y florecerá.
Por la fuerza del amor.




lunes, 11 de enero de 2010

Constanza


















Nunca había estado en Constanza. Por eso, en mi reciente viaje a la isla, cuando me lo propusieron no lo pensé dos veces.



Aunque estuve sólo unas horas, porque la idea era la ida por la vuelta y no había ni planes ni medios para pernoctar allí, pero las imágenes que grabé en mi retina todavía me refrescan el alma.



Cuando íbamos de subida, conocí la palmera Manacla, apretujadas unas contra otras en el precipicio, sin dejar ver el fondo.



Ví desde lejos la Presa de Rincón, toda esa agua, toda esa fuerza contenida.



Vi esas florecillas silvestres, cuyo temblor siento aún en la imagen.



Bajé al valle de Tireo, tierra de dos hombres a los que amo y que comparten el apellido materno: Suriel.



Vi muchas cosas y pensé otras tantas.



Pensé en guerrilla, en guerrilleros, en polvos Mexana, en fresas, en ajo, en repollo... en carreteras sinuosas, en cielo nublado y sol atrevido.



Pero a las 5 y media, las nubes bajaban a sentarse en las lomas y tuvimos que salir corriendo, rogando al cielo un poco de lluvia, para que las nubes lloraran y despejaran el camino.



Llovió si, pero no lo suficiente y bajamos con el corazón en la mano, con los ojos llenos de nubes y siguiendo apenas el rastro de la línea blanca en medio del camino.



De todos modos, constanza vive en mi retina y cuando la pienso, cierro los ojos y me rodean nubes.