lunes, 11 de enero de 2010

Constanza


















Nunca había estado en Constanza. Por eso, en mi reciente viaje a la isla, cuando me lo propusieron no lo pensé dos veces.



Aunque estuve sólo unas horas, porque la idea era la ida por la vuelta y no había ni planes ni medios para pernoctar allí, pero las imágenes que grabé en mi retina todavía me refrescan el alma.



Cuando íbamos de subida, conocí la palmera Manacla, apretujadas unas contra otras en el precipicio, sin dejar ver el fondo.



Ví desde lejos la Presa de Rincón, toda esa agua, toda esa fuerza contenida.



Vi esas florecillas silvestres, cuyo temblor siento aún en la imagen.



Bajé al valle de Tireo, tierra de dos hombres a los que amo y que comparten el apellido materno: Suriel.



Vi muchas cosas y pensé otras tantas.



Pensé en guerrilla, en guerrilleros, en polvos Mexana, en fresas, en ajo, en repollo... en carreteras sinuosas, en cielo nublado y sol atrevido.



Pero a las 5 y media, las nubes bajaban a sentarse en las lomas y tuvimos que salir corriendo, rogando al cielo un poco de lluvia, para que las nubes lloraran y despejaran el camino.



Llovió si, pero no lo suficiente y bajamos con el corazón en la mano, con los ojos llenos de nubes y siguiendo apenas el rastro de la línea blanca en medio del camino.



De todos modos, constanza vive en mi retina y cuando la pienso, cierro los ojos y me rodean nubes.